Pocos fenómenos empresariales han experimentado un cambio tan vertiginoso en los últimos años como el compliance. Cuando los programas de prevención penal empezaban a pedir paso, tras la reforma del Código Penal de 2015, se toparon con el desdén y escepticismo, especialmente, de las pequeñas y medianas. Los comentarios más comunes de los empresarios eran del estilo de: ¿y esto, en realidad, para qué me sirve?; ¿tengo yo que hacer negocios con todos estos controles y burocracia? Y, además, ¿cuánto me va a costar?
El mercado se inundaba entonces con aquellas ofertas de compliance low cost, corta y pega, y completamente inútiles. Las compañías más grandes designaban como compliance officer, generalmente a su pesar, al abogado interno, asignándole la función de control como una más, sin que a nadie se le pasara por la cabeza dotarle de autonomía e independencia frente al consejo de administración. Los juristas intentábamos alertar a los empresarios, con poco éxito, de que estábamos ante un escenario nuevo que transformaría por completo la forma de comportarse en el mercado, y en el que no habría vuelta atrás.
Han pasado solo tres años y rememorar aquello suena ya como remontarse a la prehistoria del compliance. Tras los titubeos y miedos iniciales, la explosión del fenómeno entre 2016 y 2018 ha superado cualquier previsión. Las razones de la transformación son múltiples, pero de entre ellas, yo me quedo con estas.
Primero, el enorme efecto multiplicador de las cláusulas de cumplimiento normativo en los contratos. Es decir, aquellas por las cuales las grandes, o no tan grandes, compañías comenzaron a imponer a terceros o subcontratistas la obligación de dotarse a sí mismos de programas que garantizasen su cumplimiento de la legalidad. De forma que los contratos puedan resolverse por cualquier incumplimiento legal grave de la otra parte, aunque no tenga relación con las prestaciones convenidas en el contrato.
Por ejemplo, resolver un contrato de distribución, porque el distribuidor, aunque esté cumpliendo ejemplarmente con el fabricante, ha incurrido en fraude con sus impuestos o ha dañado gravemente el medio ambiente. Mitad por convencimiento y mitad por no quedarse fuera del mercado de los grandes contratos, las pymes han comprendido la necesidad de abrazar la cultura del compliance.
En segundo lugar, la invasión, por parte del compliance, de casi todas las áreas de actividad de la empresa. Lo que fue concebido, en un principio, como algo destinado exclusivamente a neutralizar delitos susceptibles de transmitir responsabilidad penal a la empresa, ha mutado en una especie de herramienta integral, apta para prevenir cualquier ilegalidad que pueda generar sanciones o responsabilidades a la empresa (incumplimientos laborales, en competencia, igualdad etc.).
Tercero, el acelerón tecnológico y la incorporación de los algoritmos y la inteligencia artificial a los procesos productivos, haciendo nacer riesgos nuevos e instrumentos tecnológicos para controlarlos cada vez más sofisticados.
Cuarto, el auge del fenómeno de las certificaciones de los programas de compliance y el progresivo convencimiento social de que, efectivamente, un programa avalado por una certificadora de prestigio será normalmente eficaz y, además, bien valorado por los tribunales si la empresa se ve envuelta en un proceso.
Y por último, y quizá el más importante, el aumento, en frecuencia y en gravedad, de las amenazas que acechan desde internet (ciberataques, intrusiones, secuestros de información, etc.), que demandan nuevas barreras de protección, legal y tecnológica, que interactúan con los controles internos, marcando el camino hacia un concepto de compliance único e integral. Protección frente a ataques externos y protección frente a irregularidades y excesos originados desde dentro. Una nueva dimensión del control, en que la figura del compliance officer (esa misma de la que casi todos huían hace tres años) se agiganta y se convierte en pieza esencial de la organización empresarial.
Diego Cabezuela es socio de Círculo Legal. Vicepresidente y miembro Comité Jurídico WCA.
Fuente: Wolters Kluwer
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