Autor: David Lentisco. Director General de Lentisco Alentto Group. Presidente del Comité Nacional de Compliance Sanitario de la WCA
Los símbolos son poderosos. Un sólo símbolo es capaz de plasmar, sin necesidad de recurrir a largos discursos, una realidad o un tiempo complejos. Por eso en la semiosis, como proceso mental, se encuentra el origen de los lenguajes y los códigos de comunicación modernos, porque la representación de conceptos complejos a través de imágenes sencillas es una de las condiciones de posibilidad de la civilización.
Los días que estamos viviendo en España, y especialmente la reclusión que comenzó en esos aciagos idus de marzo que, como le ocurriera a Julio César, nadie se quiso tomar en serio ante los avisos de los agoreros, no dejan de asombrarnos y preocuparnos a partes iguales. Pero además, para los que dedicamos una parte de nuestro tiempo y energía a la reflexión filosófica, no deja de ser un auténtico reto por la infinidad de fenómenos entrecruzados que se están produciendo y que señalan hacia un futuro que será muy diferente de lo que hemos conocido hasta ahora.
De pronto, todo ese torbellino de reflexiones, ideas, preocupaciones, certidumbres, intuiciones y conclusiones que se ha generado en apenas unos pocos días encuentra una materialización, una corporeidad propia, como si se tratara de uno de esos ectoplasmas que persiguen los parapsicólogos, a través de un humilde y sencillo objeto, al que hace un mes no le hubiéramos la menor atención: la mascarilla.
Porque la mascarilla representa mejor que cualquier otra imagen metafórica la situación de pánico, sufrimiento y desconcierto que estamos viviendo; pero también de fortaleza, altruismo, unidad e ingenio. Un humilde y sencillo objeto cuya irritante escasez nos hacer pensar en las miserias de nuestra condición ante desgracias de este calibre, pero también en la debilidad de nuestro modelo mental posmoderno.
Sí, la mascarilla es capaz de representar lo bueno y lo malo. El tremendo esfuerzo, entrega y valentía de sanitarios, policías, militares, camioneros, agricultores, ganaderos, trabajadores del comercio, de la limpieza…; en suma, de todos aquellos que sí son imprescindibles y necesarios para el funcionamiento del mundo real y también la inutilidad real de ideólogos, tertulianos ‘sabelotodo’, influencers, y conductores de reality shows.
Representa nítidamente el sufrimiento de los enfermos y ancianos en camas de UCIS atestadas o esos getiátricos que se han convertido en una verguenza de nuestro tiempo, a solas con el misterio de la muerte que planea sobre todos y cada uno de nosotros, pero que nuestra sociedad hedonista y adolescente no tolera y cubre con una montaña de frivolidades.
Simboliza a la perfección las precauciones, a veces rayanas con la paranoia, que adoptamos ante un enemigo invisible. El temor del sano a una enfermedad que no estaba en el guión -nunca lo está-, y que a veces precipita en piedras no como las del riñón, sino esas aún más dolorosas lanzadas contra los autobuses que trasladaban a ancianos en busca de un poco de piedad, y que dan sentido a aquel demoledor aserto que comenzaba diciendo algo así como: “cría cuervos…”.
Materializa en una sola imagen la ceguera del pensamiento único construido por la retórica política y gran parte de la “intelectualidad” -”es una cosa terrible, esto del intelectualismo”, dejó dicho Unamuno. Al igual que pensaba Ortega, estoy convencido de que entender y tratar de explicar la complejidad de la realidad y de la Historia desde ideas políticas sectarias, sean zurdas o diestras, es una forma de hemiplejía moral y cognitiva. y ésta crisis nos demuestra hasta qué punto la política de partidos es una actividad que produce básicamente verborrea, muy lejos del enfoque de utilidad pública que algunos pretenden darle, puesto que la supuesta virtud de la que hablaba Platón en su República, o Aristóteles en su Ética a Nicómaco, hoy se encuentra diseminada en saberes como la Economía o el Derecho.
Nos habla de la realidad de la condición humana, y la escasez de coherencia que nos identifica, como la de aquellos que, clamando por la solidaridad universal, acuden raudos a una sanidad privada a la que demonizan y tildan de insolidaria. Quizá esta tragedia nos sirva para poner en cuarentena a esa forma de entender la realidad en base a soflamas, prejuicios y esquemas preconcebidos, y que no es más que otro virus, tan tóxico y corrosivo que permea todos los ámbitos y es capaz de convertir en zombies políticos a jueces, fiscales, virólogos, epidemiólogos e incluso físicos cuánticos que, una vez infectados, deforman y retuercen su ciencia para decir y hacer aquello que ordena el partido. Hemos podido darnos cuenta de cúanto necesitamos a buenos profesionales al frente de las instituciones esenciales, y no a obedientes afiliados.
Pero además, en estos momentos la mascarilla simboliza mejor que cualquier otra cosa a España como país, como colectividad y como proyecto de vida en el mundo. La debilidad y la dependencia del exterior de España, junto con la elefantiasis administrativa de un sistema plagado de responsables sin responsabilidad y de competencias cruzadas, no han hecho sino agravar las cosas. Esta situación nos demuestra hasta qué punto nos hemos convertido en un país devastado industrialmente. La globalización ha hecho estragos en nuestra capacidad productiva y nos ha convertido en un país absolutamente dependiente de países como China, a la que seguimos enriqueciendo en medio de una tragedia y a la que pagamos “rescates” por mascarillas y otros materiales de calidad dudosa a comerciantes sin escrúpulos. Casi parece una broma pesada que no tengamos capacidad instalada para fabricar batas o mascarillas, que no parecen precisamente objetos muy sofisticados, pero esa es la realidad. Durante años, hemos tenido que escuchar -en mi caso con una gran indignación- a todos los gurús de la economía y los negocios decir que España saldría adelante gracias a la I+D. Hoy nuestros sanitarios y servidores públicos se contagian y enferman por no tener un trozo de tela o de papel con que protegerse.
La mascarilla afirma cómo hemos condenado durante décadas a la economía real para favorecer a la monetaria y cómo hemos aceptado el mandato de Europa para convertirnos en un país de servidumbres más que de servicios, mientras casi todos nuestros sectores se iban muriendo uno tras otro; el textil, la industria siderúrgica y naval, la manufactura, la industria ferroviaria…. todo se ha vendido, desmantelado, canjeado o, simplemente, abandonado a su suerte. Nadie se hacía la pregunta acerca de cuál sería el motor capaz de dar empleo a unas nuevas generaciones a las que estamos formando para que se vayan a ejercer fuera de nuestras fronteras.
Nadie parecía preguntarse de dónde iba a salir la riqueza necesaria para mantener un Estado del bienestar con cuarenta y seis millones de habitantes. En apenas unos días se nos han venido encima treinta años de escasa o nula estrategia industrial, ni de posicionamiento en el mundo a nivel estratégico de forma diferenciada. Nos hemos especializado en sectores tremendamente frágiles ante las crisis planetarias que, a partir de ahora, ya sabemos que serán un factor más a tener en cuenta.
De pronto hemos descubierto lo importante que es tener un tejido productivo variado y potente a nuestro servicio, la importancia de tener clara una estrategia de supervivencia en un mundo que sigue siendo despiadado. Duele y emociona ver como pequeños artesanos o profesionales, olvidados a su suerte por el Estado, se afanan en intentar cubrir la demanda de forma artesanal, con viejas máquinas de coser Sigma o modernas impresoras 3D.
Las crisis duelen menos a los fuertes y los que se organizan, y por muy mal que nos siente, el cuento de la hormiga y la cigarra es una parábola de vida y no un manifiesto político. Ahora estamos pagando un enorme precio por esas mascarillas y guantes que tanto necesitamos y que entre todos, incluidos los consumidores con nuestras decisiones, decidimos en su día no producir aquí. Y esa incapacidad industrial, además de darnos una medida de nuestra debilidad, también es culpable en parte del sufrimiento para miles de personas que enfermarán o perderán a un ser querido ante la falta de medios. Esa incapacidad, nos empobrecerá porque estamos pagando a cualquier precio la capacidad que no tenemos, gastand en ello parte de los recursos que necesitaremos para afrontar un futuro que se presenta incierto.
Y qué decir del comprtamiento de Europa, que se siente con derecho a retener millones de mascarillas destinadas a nuestros sanitarios y servidores públicos, mientras los países se surten bloqueando los mercados y haciendo cada uno la guerra por su parte, dejando claro cuáles son los verdaderos intereses de la Unión.
Pero no vale la pena chapotear en la miseria, ni conseguiremos salir de esta terrible situación con críticas dañinas, ni fustigando nuestras trémulas y desnudas espaldas de penitentes profesionales. No es suficiente con levantar el dedo acusador o decir aquello de: “ya lo dije yo”. Seamos valientes de veras y hagamos de la mascarilla también un símbolo del pasado, de un lugar al que no queremos volver. Que represente nuestra metamorfosis, nuestra transformación, tanto a nivel personal como colectivo. No podemos ser los mismos después del coronavirus, ni nuestro país, tampoco. Nos haremos más sensatos, resistentes y generosos; más conscientes de lo que, de verdad, tiene importancia en la vida; y espero que, también, menos egoístas, inmaduros y cainitas.
Y la España que venga tiene que ser también diferente. Pongamos fin a la parestesia del sentido común y desarmemos todos los discursos que generen división y conflicto interno, sean de la índole que sean, porque suponen una carga que nos limita, empequeñece y nos divide en rencillas estériles. Porque España es un país civilizador, ingenioso y resistente que está lleno de estupendos profesionales y de gente generosa. Vamos a salir de ésta, pero debemos ajustar cuentas con todos los lastres históricos y presentes, y entonces la victoria será total. Cuando nos libremos de la mascarilla nos deberemos librar también de una vez por todas de la carga de culpabilidad e inferioridad que nos inculcó la Leyenda negra desde fuera y, especialmente, desde dentro de nuestras fronteras.
Una posición de debilidad que hace que cualquiera se sienta con derecho a insultarnos, como colectivo y sin medida, como ese personaje que México tiene por presidente, y que estos días está llamando a sus conciudadanos a salir a comer por ahí con la familia, si se lo pueden pagar -sic-, en plena extensión de la pandemia, mientras ayer llamaba al arrepentimiento de España como ejemplo del mal en el mundo. Nadie se molesta en decirle, quizá por la ignorancia de nuestro propio pasado, que él también es España y un ejemplo de la integración y respeto a la diversidad de las comunidades indígenas en las provincias de América, que no colonias, como en el modelo anglosajón. Por cierto, un modelo que el bueno de AMLO no critica, porque todos sabemos que las conquistas anglosajonas fueron ejemplares en integración, mezcolanza y respeto al indígena.
Deberemos exigir a nuestros políticos que dejen de hacer demagogia y eliminen su omnipresencia de las instituciones fundamentales. Exijamos planes para el fomento de la reindustrialización, en base a criterios de sostenibilidad medioambiental y equilibrio demográfico. Exijamos a nuestras multinacionales que relocalicen progresivamente su producción y den vida con ello a nuestras ciudades y pueblos. Tengamos presente que el sector sanitario es un sector estratégicovy la produccion de los bienes báiscos que necesita debe estar asegurada en la mayor medida posible con reservas tambien estratégicas.
Comprendamos de una vez por todas que nuestras decisiones como consumidores son mucho más relevantes en el mundo actual que nuestras decisiones como votantes. Deberemos exigir a los productos y servicios que consumamos una calidad mínima, apostando por la producción localizada frente a la especulación comercial que nos vende una ínfima calidad con la engañifa de la superabundancia. ¡Debemos poner fin al low cost! No podemos volver a quejarnos de que los jóvenes se van del país si no apoyamos a nuestra economía real. No podremos exigir sanidad pública, ni Estado del bienestar, si seguimos comprando todo en plataformas online monopolísticas, y promoviendo el cierre de comercios y fabricantes locales. No podremos ser los más solidarios si no comprobamos la procedencia de los productos que adquirimos, y primamos y apoyamos a las empresas y productores que cumplan con sus obligaciones sociales, medioambientales y laborales, por mucho que otros productos sean más chic o más baratos.
No podremos pedir que haya recursos para el sector público, si el propio sector público se dedica a alimentar con sus contrataciones públicas, adjudicando en base al precio más bajo, una contaminación de nuestra economía a base de productos de pésima calidad. Equipamientos y suministros públicos que luego los profesionales no quieren utilizar, y que empobrece a los productores y trabajadores locales que son los que pagan los impuestos que alimentan a ese mismo sector público.
En suma, llegará el día en el que nos quitemos la mascarilla y toda esta pesadilla quede atrás. Pero no debemos olvidar lo que hemos sufrido y por qué hemos sufrido. Convertir el sufrimiento en conocimiento es una de las cosas que ha hecho al ser humano salir adelante. La mascarilla debe representar el momento en que tocamos fondo en una deriva muy peligrosa. De no ser así, habremos fallado como país, como colectivo. Habremos dejado pasar la oportunidad de prepararnos para un futuro que nos indica un cambio de paradigma a nivel mundial, con una globalización que se extingue, definitivamente, después de demostrar que ha resultado ser uno de los fenómenos más desequilibradores que hayamos vivido en la Historia reciente.
Si no lo hacemos, nos quedaremos sin aprender nada de esta terrible experiencia, y dejaremos nuestro futuro en manos de los mismos que han sido incapaces de medir y afrontar la dimensión de esta tragedia. Y lo que es peor de todo: habremos faltado el respeto de todos aquellos a los que salimos a aplaudir todas las tardes a balcones y ventanas, convirtiendo en vano su enorme esfuerzo y la memoria de todos aquellos que han muerto, a veces totalmente solos y de forma miserable, y a los que no nos bastará toda la eternidad para pedir perdón.
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