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17/02/2021

Disertación sobre la responsabilidad penal del oficial de cumplimiento en Colombia: punto de vista sobre la factibilidad de su vinculación al proceso penal

Autor: Jorge Andrés Amézquita T., Socio Fundador de C3

Capítulo Colombia

Teniendo en cuenta la creciente discusión que en los distintos países de nuestro entorno se viene generando en los últimos años sobre la responsabilidad legal que le pudiera caber al oficial de cumplimiento tras la materialización de aquellos delitos que, en principio, una norma del ordenamiento jurídico le exhorta a prevenir, en este escrito se presenta una breve disertación sobre la factibilidad jurídica de que uno de estos profesionales sea vinculado a un proceso jurisdiccional según la ley penal colombiana (sin que ello signifique, necesariamente, la imposición de una efectiva condena penal). Dicho sea de paso, que sirva esta reflexión como antesala al foro virtual que se desarrollará sobre el tema la próxima semana desde el Capítulo Colombia de WCA.

Al respecto, puede tomarse como base de partida aquella potencialidad lesiva de bienes jurídicos por parte de empresas que fuera señalada por la Corte Constitucional de Colombia en su paradigmática Sentencia C-320 de 1998 como parte de los fundamentos utilizados por el alto tribunal para afirmar la compatibilidad de la responsabilidad penal de personas jurídicas con la Carta Política. Y ello porque, a pesar de no haberse aprobado hoy un régimen de tal naturaleza, el ordenamiento nacional consagra diversos instrumentos regulatorios dirigidos a contener prácticas ilícitas consideradas lesivas para bienes jurídicos de diversa entidad. Ejemplo de esas prácticas lesivas, lo son los delitos de lavado de activos y todo su conjunto de ilícitos subyacentes (delitos fuente), entre los que se hallan, por ejemplo, los delitos contra la Administración pública, en lo que aquí atañe, ligados a la actividad de las empresas (contrato sin cumplimiento de requisitos legales, cohecho por dar u ofrecer, acuerdos restrictivos de la competencia, etc.).

Se acepta, así, que la empresa es generadora de daños y, por lo mismo, el empresario asume deberes de control sobre sus riesgos inherentes. Pero más allá del tipo de responsabilidad al que las empresas se hallan expuestas en el ordenamiento jurídico vigente (extinción del derecho de dominio, responsabilidad civil derivada de delito, extinción de la personería jurídica mediante sentencia penal, multas administrativas de organismos supervisores, etc.), lo cierto es que la misma naturaleza de la persona jurídica (ente ficticio), genera que el ordenamiento también tenga que prever deberes precautorios en cabeza de los órganos mediante los que se expresa la voluntad del ente jurídico (junta directiva, administradores, etc.). Es en este escenario de precaución, en donde surge la figura del oficial de cumplimiento, entre otras calidades, como un “delegado de control” aplicado a ciertos riesgos criminales intrínsecos a la empresa.

Partiendo del presupuesto de que ninguna corporación está exenta de que en el curso de sus operaciones se produzcan delitos como los señalados, una de las preocupaciones más relevantes que surgen alrededor de la función de controlar riesgos de orden criminal asociados a dichas operaciones, es la responsabilidad legal que podría caberle al oficial de cumplimiento con ocasión de la materialización de un delito de aquellos que, en principio, la misma regulación que le otorga vida a su cargo le exhorta a prevenir.

Una es la responsabilidad de orden administrativa, esencialmente de carácter pecuniaria, que prevén los distintos instrumentos regulatorios a causa de la deficiente operación del correspondiente sistema de gestión de riesgos. Ejemplo de esta vertiente de responsabilidad legal, se contiene en la reciente Circular Externa 100-000016 del 24 de diciembre de 2020 de la Superintendencia de Sociedades con relación al Sistema de Autocontrol y Gestión del Riesgo Integral de Lavado de Activos y Financiamiento del Terrorismo (SAGRILAFT), cuyo numeral 8, advierte que el desacato de las instrucciones contenidas en la norma, “(…) dará lugar a las investigaciones administrativas que sean del caso y a la imposición de las sanciones administrativas pertinentes a la Empresa Obligada, el Oficial de Cumplimiento, revisor fiscal o a sus administradores…”.

Otro tipo de responsabilidad es la de índole penal. El punto de preocupación aquí estriba no tanto en la “vocación criminal” de este profesional, sino más bien en que los presupuestos y límites de este tipo de responsabilidad no siempre es fácil distinguirlos. Desde el punto de vista del propio profesional en cumplimiento, porque dichos presupuestos y límites se articulan necesariamente a un conjunto de instituciones dogmáticas integradas a los códigos penales de los distintos Estados (además interpretada por la jurisprudencia nacional), cuya aprehensión resulta incluso difícil para los mismos profesionales del Derecho (autoría, participación, comisión por omisión, posición de garantía, delegación, etc.). Y, desde el punto de vista del jurista (penalista), dentro de los que se comprenden los mismos intérpretes autorizados de la ley (jurisprudencia), porque además de coexistir múltiples condicionantes que determinarían el sentido de la responsabilidad de este agente (posición en la organización, alcance de la delegación, etc.), también suelen haber divisiones en cuanto a la aplicación o interpretación de las referidas instituciones dogmáticas (dudas sobre la existencia o no de una posición de garantía en el delegado de cumplimiento, reparos sobre la calidad de las disposiciones regulatorias como fuente de deberes de control y vigilancia, etc.).

No es este el lugar para profundizar en el contenido de dichas figuras dogmáticas; tampoco el objetivo del escrito. Sí debe realizarse, no obstante, alguna referencia sobre el alcance del riesgo penal para el oficial de cumplimiento de acuerdo con la ley penal vigente y según el alcance funcional que la regulación le atribuye a este agente.

Y lo anterior porque, en contra de quienes niegan que la función de cumplimiento comporta riesgos de orden penal, tildando incluso de irresponsables a quienes así lo afirman, la misión de controlar riesgos de orden criminal lleva intrínseca dicha posibilidad. Lo paradójico es que incluso quienes ven la factibilidad de la sanción penal como algo exótico o excepcional, al mismo tiempo terminan plasmando en sus escritos diversos supuestos en los que sí cabría dicha posibilidad. Ante tal evidencia, considero que es más responsable plantarse del lado de esas posibilidades, para luego generar recomendaciones sobre cómo reducir la probabilidad de caer en sus presupuestos.

Para afirmar esta postura, puede partirse de un supuesto de hecho que permita vislumbrar al menos una de esas posibilidades. Pongamos por caso el delito de lavado de activos tipificado por el Artículo 323 del Código Penal colombiano. Para completar el supuesto, añádase que, normas como la citada Circular Externa 100-000016 del 24 de diciembre de 2020 de la Superintendencia de Sociedades, establece con relación a la implementación efectiva del SAGRILAFT claras funciones de control y vigilancia en cabeza del oficial de cumplimiento, incluida la realización de análisis y evaluaciones sobre su “efectividad” y “eficiencia”. Al respecto, debe tenerse en cuenta que, con independencia de que este delito no pueda considerarse inherente a la actividad productiva de una empresa, es el mismo direccionamiento normativo de los organismos reguladores-supervisores emanada de la ley colombiana, la que crea expresos deberes de autorregulación y de control de los factores de riesgo asociados a dichos delitos en cabeza de sus distintos órganos (órgano de gobierno, representantes legales, etc.).

Llegados a este punto, conviene señalar que si a raíz de la delegación por parte de aquéllos se genera una nueva posicion de garantía en cabeza del oficial de cumplimiento que integra una especie de deber especial de evitación frente a cierta tipología de riesgos (aquí, lavado de activos), como lo ha advertido la doctrina penal, entonces no resulta irrelevante adverar que una norma como la comentada le atribuye una función expresa de garantizar el funcionamiento efectivo, oportuno y eficiente del sistema de gestión de riesgos a este agente en particular (según dicha norma, reportado ante la misma Superintendencia de Sociedades, con curriculum vitae incluido, y registrado ante el SIREL de la UIAF). Adviértase, además, que la misma norma no sólo sitúa al oficial de cumplimiento bajo una dependencia y comunicación directa frente a la junta directiva o máximo órgano social, lo que reforzaría dicho deber posicional, sino que además lo dota de poder de decisión frente al riesgo, lo que dista de una mera función informativa.

Para evaluar el tipo de responsabilidad que le cabría al oficial de cumplimiento, naturalmente, debe atenderse al alcance de las referidas instituciones dogmáticas según su previsión dentro del Código Penal colombiano y su desarrollo jurisprudencial.

En virtud de que en este escrito se trabaja sobre el punto de preocupación de aquellos oficiales de cumplimiento desprovistos de toda intención criminal, atendiendo al anterior propósito, puede dejarse por el momento de lado los presupuestos de la responsabilidad penal bajo las modalidades de comisión activa, que normalmente guardan una actividad (acción) positiva del profesional en cumplimiento para favorecer la comisión de actos delictivos dentro de la organización. Se piensa más bien, a diferencia de los supuestos de autoría o participación activa en el delito, en aquellos casos en que, en razón de su función o posición de garante (delegado), la materialización de uno de los delitos referidos permitiría, con alta probabilidad, entrar en el radar del ente acusador.

Este último supuesto nos ubica en el terreno de la comisión por omisión, figura prevista por el Artículo 25 del Código Penal colombiano. Esta modalidad comisiva permite atribuir responsabilidad a aquellas personas que, por ostentar una posición de garantía, derive sobre sí un deber de controlar determinadas fuentes de riesgo (aquí, un resultado perteneciente a un delito). Los administradores de las empresas adquieren ese deber de controlar fuentes de riesgo con origen en la constitución o en la ley. Entre otras fuentes, pueden referenciarse el Artículo 333 constitucional y los Artículos 22, 23 y 24 de la Ley 222 de 1995. El asunto aquí, es que por la propia complejidad estructural de las grandes corporaciones, ese administrador debe delegar en otras personas esta función de control -así como otras tantas propias de la actividad empresarial-. Tratándose de obligaciones regulatorias como el SAGRILAFT, ese delegado es el oficial de cumplimiento.

Se vincula en este punto el instituto de la delegación y su relación con la figura de la comisión por omisión. Al respecto, puede decirse que si se ha producido en forma apropiada dicho acto de delegación a través de una selección apropiada del oficial de cumplimiento (en cuanto a cualificación y experiencia), se ha puesto a su disposición los medios requeridos para el cabal cumplimiento de su función (recursos financieros, personales, técnicos, etc.) y se le ha supervisado debidamente (auditorías de cumplimiento, rendición de informes, etc.), el oficial de cumplimiento podría ver comprometida su responsabilidad personal. Uno de los supuestos posibles se presentaría cuando, tras advertir indicadores de presencia del delito al interior de la empresa, el oficial de cumplimiento adopta una actitud de “no querer saber” (“ignorancia deliberada” o “ceguera voluntaria”, dicho en términos castizos), rehusándose a aplicar medidas que hubieran permitido obstaculizar la irregularidad que dio lugar a la infracción jurídico penal, infringiedo (omitiendo) con ello sus deberes mínimos de control.

Esta omisión no debe confindirse con el delito de “omisión de control” que se pretende reconfigurar mediante el Proyecto de Ley 005/19 del Senado de la República, “Por medio del cual se adoptan medidas en materia penal y administrativa en contra de la corrupción y se dictan otras disposiciones”. Entre otras previsiones normativas, esta disposición busca la modificación del vigente Artículo 325 del Código Penal, con el propósito de responsabilizar penalmente a distintos tipos de sujetos con funciones de vigilancia dentro de la empresa, incluido el oficial de cumplimiento, por el hecho de omitir el cumplimiento de alguno de los mecanismos de control establecidos por el ordenamiento con el objeto de ocultar o encubrir el origen ilícito del dinero, o la transferencia, manejo, aprovechamiento, o inversión de dinero para la comisión de actividades delictivas.

El riesgo que puede comportar para el oficial de cumplimiento delitos como el de lavado de activos y otros tantos asociados a la operación ilícita de empresas (corrupción, etc.), retomando la idea, no lo sería tanto que tenga en su mente un designio criminal. El riesgo radicaría en que, tras la configuración del delito, se pueda concebir por parte del órgano acusador una especie de presunción iuris tantum en la que, en razón de la función precautoria del oficial de cumplimiento, se encaje sin mayor análisis una omisión de control por parte del mismo. A esto le podemos denominar vertiente procesal del riesgo penal (para el oficial de cumplimiento), que más allá de obligarle a requerir un servicio de defensa legal, de entrada, llevaría aparejado para sí un grave daño reputacional. Y se habla de un “riesgo procesal”, si se tiene en cuenta que, como podrá validarlo quien conozca la praxis del órgano acusador en Colombia, en este tipo de delitos la vinculación del representante legal -principal y suplente- y administradores pareciera automática. El caso es que, tratándose de una empresa con oficial de cumplimiento, resulta altamente probable que a éste se le llame a rendir cuentas dentro del propio proceso penal.

Es en este punto en donde adquirirá una relevancia invaluable el análisis y evaluación periódica de efectividad del sistema de gestión de riesgos que el oficial de cumplimiento tiene a su cargo, entre otras cosas, porque normas como la citada Circular Externa así se lo exigen. Tomarse en serio estas exigencias, en suma, sería la vía que le permitiría acreditar ante eventuales requerimientos jurisdiccionales su diligencia profesional.

 


 
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