FUENTE: EL ECONOMISTA
Diego Cabezuela Sancho, presidente de la World Compliance Association y socio de Círculo Legal Madrid.
Sí y no. Naturalmente, y como en cualquier ámbito de la actividad empresarial, en un concurso de acreedores pueden aparecer hechos delictivos, pero no tiene por qué ser así.
El concurso de acreedores de una entidad entraña una grave lesión económica para sus acreedores.
Aunque la finalidad, confesada, de la Ley Concursal, sea posibilitar que las empresas en crisis, la superen y continúen operando en el mercado, la realidad es muy diferente. La inmensa mayoría de los concursos terminan en liquidación y los acreedores al menos los acreedores ordinarios pierden todos o casi todos sus créditos.
En el mundo empresarial real, un crédito contra un deudor en concurso es sinónimo de fallido, vale cero.
En muchos casos, pequeñas empresas que pierden un crédito importante por el concurso de su principal cliente se ven abocadas, a su vez, a la ruina y al cierre.
La magnitud de este daño colectivo que expande un concurso, explica que el legislador analice con lupa sus causas y circunstancias y que sancione, mercantil o penalmente, las conductas de quienes abusan de ellos.
Lógicamente, en la mayoría de los casos, los empresarios abocados al concurso de acreedores, lo son por causas fortuitas, derivadas de contingencias del mercado, cambios tecnológicos, aparición de competidores poderosos etc.
Qué decir del vendaval terrible que supuso la llegada de la pandemia y de los miles de empresas que desaparecieron con ella. Son casos en que nada cabe reprochar, y menos desde el punto de vista penal, a los empresarios que han caído en el infortunio y perdido sus empresas.
Pero no siempre es así. Es un hecho que, cuando la crisis empresarial se otea en el horizonte, hay empresarios, bastantes, que sienten la tentación de jugar sucio.
Por ejemplo, falseando las cuentas para disfrazar lo que se avecina. Sacando bienes de la entidad o entregándolos a terceros de su confianza para mantener su control el día después de la presentación del concurso. Favorecer a acreedores amigos o familiares. Aumentar las compras a crédito a proveedores desprevenidos, sabiendo, naturalmente, que no van a pagarlas. Un interminable inventario de modalidades de fraude, que están a la orden del día.
Hasta 1995, todo procedimiento mercantil de los, entonces, denominados de quiebra, que se calificase de culpable o fraudulenta, suponía la apertura automática de un proceso penal contra los responsables.
Para esta calificación se partía de un listado de conductas, los denominados actos de bancarrota identificados en la legislación mercantil, y que suponían actos de fraude, de ocultación de bienes por parte del quebrado, o irregularidades relacionadas con su documentación o su contabilidad.
Si uno o más de estos actos se acreditaba, se procedía penalmente.
Este sistema de lista, pese a ser generalmente denostado como formalista y formar parte de un sistema arcaico y anclado en el siglo XIX, suponía, en sí mismo, una referencia razonablemente segura en cuanto a las conductas a sancionar, porque no era imaginable que un empresario que incurriese en cualquiera de ellas, estuviera haciendo otra cosa que provocar/agravar su propia quiebra o defraudar las expectativas de sus acreedores.
Sin embargo, el Código Penal de 1995 rompió amarras con este sistema, optando por un diseño nuevo y bienintencionado, pero que se reveló poco práctico.
Eliminó la fórmula de lista y decidió castigar, genéricamente, a aquéllos que hubieran causado o agravado dolosamente la crisis empresarial, sin dar más explicaciones y sin ligarlo a actos concretos de fraude.
Sobre el papel, parecía una fórmula moderna, ponderada, alejada de cualquier formalismo y que daba un amplio e interesante margen de apreciación a los jueces penales.
Pero el hecho es que el sistema no funcionó. Los procedimientos fueron escasos, las sentencias poco claras y las dificultades con que se toparon los acreedores que se sentían defraudados y acudían legítimamente a la Jurisdicción Penal para hacer valer sus derechos, excesivas e injustas.
Como a veces es cierto que cualquier tiempo pasado fue mejor, la reforma del Código Penal de 2015 decidió recuperar el sistema de lista al estructurar el actual delito de Insolvencia Punible, actualizando, poniendo en limpio e incorporando al Código penal los antiguos actos de bancarrota. Fue una buena elección y una buena noticia para los amantes de la seguridad jurídica.
En realidad, el sistema de lista nada tiene de formalista, si se materializa en una relación de conductas claramente definidas y cuya aparición en un concurso, no deje dudas sobre su influencia inequívoca en la propia creación/agravación de la insolvencia, en el daño causado a los acreedores, o en la creación de situaciones de opacidad documental, que priven al Juzgado conocer la situación económica de la entidad concursada.
Son actos como ocultar bienes, realizar disposiciones injustificadas de dinero o activos, simular créditos ficticios, llevar doble contabilidad, alterar o destruir documentación empresarial, etc.
¿Cuál de estos actos, cometido en un contexto de crisis empresarial, podría quedar impune?
Empresarios, acreedores, deudores, jueces, fiscales y abogados contamos ahora con una referencia más segura, para saber dónde empieza y dónde acaba la responsabilidad penal en los concursos.
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